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Foto del escritorRicardo García

"Érase una vez... ¡Otra vez!"



Fuga en una noche de invierno


Capítulo 1:

"Érase una vez... ¡Otra vez!"


Las historias nacen del fuego. No del fuego domesticado de nuestras cocinas modernas, sino de aquellas llamas primitivas que danzaban en cuevas ancestrales, proyectando sombras que se convertían en dragones, héroes y dioses en las paredes rugosas. A veces, cuando cierro los ojos frente a la pantalla de mi laptop, puedo sentir el eco de esas primeras voces, rasposas y urgentes, contando historias para mantener a raya la oscuridad.

Imagina, por un momento, a nuestros antepasados acurrucados alrededor de esas fogatas primitivas: el Netflix cavernícola, si quieres. El aire denso, con el aroma a madera quemada, las chispas ascendiendo hacia un cielo tachonado de estrellas que aún no tenían nombres mitológicos. El chamán del grupo (llamémoslo el primer influencer de la historia) se aclara la garganta. Los niños contienen la respiración. Los adultos se inclinan hacia adelante, olvidando por un momento el peso del día de caza.

"Déjenme contarles", dice, "sobre el día en que el Sol se enamoró de la Luna..."

Y así comienza. La misma historia que tu abuela te contó mientras tejía. La misma que Shakespeare robó para escribir "Romeo y Julieta". La misma que ese tipo de TikTok recreó ayer con un filtro de gatitos. Porque, seamos honestos, llevamos unos 300,000 años contando historias, y en algún punto nos quedamos sin material completamente original.

Pero aquí está lo verdaderamente gracioso: no nos importa. Como ese amigo que siempre cuenta la misma anécdota en cada reunión (sí, Jorge, ya sabemos lo que pasó en tu viaje a Cancún), seguimos escuchando. Nos reímos en las mismas partes. Contenemos el aliento en los mismos momentos de tensión. ¿Por qué? Porque hay algo profundamente reconfortante en la familiaridad, algo mágico en saber que estamos compartiendo las mismas emociones que sintieron nuestros ancestros.

Es como ese momento en que reconoces la melodía de una canción en una versión remix. Tu cerebro hace clic y piensa: "¡Eh, conozco esto!" Y de repente, estás conectado con cada persona que alguna vez tarareó esa melodía. Con cada chamán que contó esa historia. Con cada abuela que la susurró. Con cada influencer que la reinterpretó.

Somos una especie adicta a las historias, y como cualquier adicto que se respete, tenemos nuestras favoritas. Las pedimos una y otra vez, como ese niño que quiere ver la misma película de Disney por decimocuarta vez consecutiva. "¡Otra vez!", gritamos, aunque ya sabemos cada giro de la trama, cada lágrima, cada suspiro.

En el fondo, cada historia es un espejo en el que nos reconocemos. Y sí, tal vez el espejo ahora sea una pantalla táctil de última generación, pero el reflejo sigue siendo el mismo: humanos tratando de entender qué diablos estamos haciendo en este planeta, una historia a la vez.

Y si me preguntas, eso es bastante gracioso. Y hermoso. Y terriblemente reconfortante.

Pero, ¿qué sé yo? Solo soy otro contador de historias, reciclando las mismas palabras que alguna vez susurró un chamán frente a una fogata, pretendiendo que se me acaban de ocurrir.

¿Continuamos? Porque tengo una historia que contarte... y te prometo que la has escuchado antes.




Capítulo 2:

El club de los arquetipos anónimos





"Hola, me llamo Héroe Reluctante, y hace tres meses que no salvo ningún reino..."

El murmullo de comprensión recorre la sala mientras otro arquetipo comparte su historia. Están todos aquí, sentados en sillas plegables formando un círculo imperfecto: la Bruja Malvada jugando con su manzana (orgánica, libre de venenos), el Mentor Sabio tratando de no interrumpir cada tres segundos con una profecía, y la Doncella en Apuros haciendo ejercicios de respiración para controlar su impulso de desmayarse.

¿Sabes por qué están aquí? Porque están cansados. Cansados de ser las mismas caras en diferentes espejos, los mismos personajes en diferentes pantallas, las mismas almas en diferentes cuerpos. Pero, sobre todo, están cansados de que nadie entienda su verdadera historia.

Tomemos a la bruja malvada. Detrás de esa risa maníaca y ese vestuario dramáticamente oscuro, hay una historia de rechazos en la escuela de magia, de sueños rotos, de abrir una pastelería orgánica, de una hipoteca submarina en su castillo tenebroso. "A veces", confiesa mientras muerde su manzana, "solo quiero que alguien pregunte por qué me volví malvada, en lugar de asumir que desperté una mañana y decidí arruinar la vida de una adolescente con problemas de dependencia con siete enanos".

El Mentor Sabio asiente comprensivamente, aunque está luchando contra su adicción a hablar en acertijos. "La verdad es como un río que fluye... no, no, prometí que no haría esto", se interrumpe, frotándose la barba. "Lo que quiero decir, simple y llanamente, es que a veces me gustaría poder decir: "Mira, el villano está en el castillo del norte, aquí tienes un mapa de Google y el código de la puerta trasera". Pero no, tengo que enviarte a una búsqueda de autodescubrimiento que podría resolverse con un simple mensaje de texto.

Y luego está nuestro héroe Reluctante, hundido en su silla, jugando con la empuñadura de su espada mágica (que consiguió en Facebook Marketplace). "¿Saben lo que es despertarse cada mañana sabiendo que el destino del mundo depende de ti?", suspira. "A veces solo quiero llamar enfermo al destino y quedarme viendo Netflix en pijama. Pero no, siempre hay una profecía que cumplir, un reino que salvar, una princesa que rescatar... ¿Y alguien ha pensado en mi plan de jubilación?"

La doncella en Apuros levanta tímidamente la mano. "Yo... yo también tengo algo que confesar", dice, enderezando su corona. "En realidad, tengo un cinturón negro en karate y podría patear el trasero del dragón yo misma. Pero hay toda esta expectativa de que debo esperar a ser rescatada. ¿Saben lo aburrido que es estar en una torre todo el día? ¡El WiFi es terrible!"

Y así continúa la sesión, cada arquetipo desenmascarando las capas de expectativas que los han definido durante milenios. El Bufón confiesa su pasión secreta por la filosofía existencial. El Villano comparte sus problemas de autoestima y cómo su terapeuta le sugirió que conquistar reinos podría no ser la mejor forma de procesarlos.

En cada arquetipo hay una historia no contada, una verdad que se esconde detrás del papel que les tocó interpretar. Son como actores atrapados en la misma obra de teatro durante miles de años.

¿Continuamos explorando las confesiones de nuestros arquetipos? Porque créeme, tienen mucho más que contar... y esta vez, sin filtros ni profecías crípticas.


Capítulo 3:




Las siete tramas básicas (O cómo hacer un best-seller reciclando)

El sol se derrama como miel añeja sobre mi escritorio mientras contemplo la pantalla en blanco, ese abismo digital que me devuelve la mirada con la intensidad de mil críticos literarios. Las migajas de galletas dispersas sobre mi teclado son testigos silenciosos de otra noche de insomnio creativo, de esa búsqueda desesperada por la originalidad que se escurre entre los dedos como agua de lluvia.

Chico conoce chica (versión #8,547,932)

Empiezo a escribir: "Sus miradas se cruzaron en el vagón del metro..." y me detengo. El peso de miles de años de historias de amor se asienta sobre mis hombros como una capa de polvo ancestral. Romeo y Julieta se ríen desde las sombras de mi biblioteca. Jane Austen arquea una ceja escéptica desde su retrato imaginario. Gabriel García Márquez suspira, mientras cien años de soledad se condensan en ese momento en que dos desconocidos se miran a través de un vagón lleno de almas distraídas.

Porque seamos honestos: el amor es el eterno remix. Cambiamos los escenarios (ahora es un swipe en Tinder en lugar de un baile de máscaras), actualizamos el vestuario (sudadera con capucha en lugar de capa y espada), modificamos los obstáculos (diferencias de seguidores en Instagram en vez de feudos familiares). Pero el corazón... ah, el corazón sigue tropezando con la misma piedra, cayendo en el mismo abismo, ardiendo con el mismo fuego.

De cero a héroe (ahora con más explosiones)

Las paredes de mi habitación están tapizadas con post-its de tramas recicladas. En uno leo: "El protagonista descubre un poder especial". Frodo tenía el anillo, Harry la varita, yo tengo... ¿Un smartphone de última generación? El viaje del héroe ahora incluye tutoriales de YouTube y crisis existenciales en Twitter. El llamado a la aventura llega por correo electrónico (revisar la carpeta de spam), y el mentor sabio es un influencer con millones de seguidores.

Las sombras se alargan mientras me hundo más profundo en el sillón, pensando en cómo cada historia es un eco de otra historia, un reflejo de un reflejo. Como esas muñecas rusas que contienen versiones más pequeñas de sí mismas, cada narración esconde en su interior el ADN de todos los cuentos jamás contados.

El viaje del héroe (pero en transporte público)

"Todo comenzó cuando perdí el último metro..." escribo, y de repente Ulises me guiña un ojo desde su odisea. Él tenía sirenas y cíclopes; mi protagonista tiene que lidiar con conductores malhumorados y aplicaciones de GPS que lo llevan en círculos. El laberinto del Minotauro se ha convertido en el sistema de transporte público en hora punta. Los monstruos ahora usan corbata y tienen reuniones de Zoom.

Las horas se deslizan como páginas de un libro gastado mientras juego con estas tramas eternas, dándoles vueltas como caramelos en la boca, saboreando sus sabores familiares. Porque en el fondo, cada historia que escribimos es un collage de fragmentos antiguos, reorganizados bajo la luz de nuestra propia experiencia.

Y quizás ahí radique la verdadera magia: no en la búsqueda desesperada de lo nuevo, sino en el arte de tejer lo eterno con hilos contemporáneos. En reconocer que somos parte de una cadena infinita de narradores, cada uno añadiendo su propio matiz a una melodía que comenzó cuando el primer humano miró las estrellas y se preguntó "¿qué pasaría si...?"

La noche se profundiza, y sigo escribiendo. Porque aunque todas las historias ya hayan sido contadas, nunca han sido contadas por mí, nunca han sido filtradas a través de mis miedos, mis esperanzas, mis cicatrices digitales.

Y tal vez eso sea suficiente.

¿Continuamos? Porque estas tramas recicladas tienen aún más secretos que confesar...


Capítulo 4:


Son las 3:47 de la madrugada, y las palabras se arremolinan en mi mente como hojas secas en un patio escolar en vacaciones. Cada una lamentando una historia que juro, juro que es única. Hasta que Google me demuestra lo contrario.

Cuando crees que inventaste algo original (spoiler: no lo hiciste)

La revelación llega, como siempre, en medio de la noche, cuando el café frío se mezcla con la euforia de haber escrito algo "revolucionario". Mis dedos tiemblan mientras tecleo en el buscador: "historia sobre chica que descubre que puede hablar con las plantas". Enter. El estómago se hunde como un ascensor en caída libre mientras los resultados se cargan: 1,547,890 resultados en 0.32 segundos.

Las paredes de mi habitación parecen burlarse, tapizadas con post-its de ideas "originales" que resultaron ser tan únicas como un atardecer en Instagram. Cada una es un memorándum pegajoso de que llegué tarde a la fiesta de la originalidad, aproximadamente unos miles de años tarde.





Tutorial: Cómo hacer que tu historia suene diferente (aunque no lo sea)

Me deslizo más profundo en la silla, que ya tiene la forma exacta de mi desesperación creativa. En la pantalla, mi documento de Word me devuelve la mirada, tan blanco como la culpa de un plagio involuntario. Las migajas de galletas en el teclado forman constelaciones de historias no contadas, o quizás demasiado contadas.

Paso 1: Convéncete de que tu vampiro adolescente vegetariano es TOTALMENTE diferente (válgame la redundancia) a todos los demás vampiros adolescentes vegetarianos.

Paso 2: Añade un giro inesperado (que alguien más ya pensó en 1854).

Paso 3: Llora en posición fetal.

Paso 4: Acepta que la originalidad es un constructo social.


El síndrome del "esto me suena familiar"

Las horas se derriten como relojes de Dalí mientras navego por ese limbo entre la inspiración y el pánico. Cada palabra que escribo tiene un eco, una sombra, un gemelo separado al nacer en alguna biblioteca polvorienta o en un blog perdido en los rincones oscuros de Internet.

"Era una noche oscura y tormentosa..." Backspace, backspace, backspace.

"En un agujero en el suelo, vivía..." Backspace, backspace, backspace.

"La mañana en que Caroline descubrió que podía desaparecer..." Google rápidamente Maldición, ya existe.

El reloj marca las 4:23 AM, y las sombras en mi habitación bailan como todas las historias no originales que he intentado contar. En el espejo, mi reflejo parece un personaje secundario en una novela que alguien más está escribiendo. ¿O quizás soy el protagonista de una historia que se ha contado tantas veces que el universo ya bosteza al escucharla?

Pero entonces, en ese momento, entre la noche y el amanecer, cuando la realidad se vuelve tan delgada como una página de libro gastado, lo entiendo: tal vez la originalidad no está en la historia misma, sino en las huellas dactilares únicas que dejamos en cada palabra que tomamos prestada.

Somos DJs literarios, mezclando tracks antiguos para crear algo que, si bien no es nuevo, es auténticamente nuestro. Cada historia es un remix, cada narrador un curador de ecos ancestrales, cada palabra un préstamo de voces que gritaron antes que nosotros.

Y mientras el amanecer se filtra por mi ventana como un borrador divino, escribo una última nota en un post-it: "Querido Síndrome del Impostor Narrativo: hoy no. Hoy voy a contar una historia que han escuchado mil veces, pero nunca con mi voz."


¿Continuamos? Porque la noche es joven y hay miles de historias "originales" esperando ser recontadas...


Capítulo 5:

La era digital: mismo drama, diferente pantalla


El resplandor azul de mi teléfono ilumina el techo a las 4 a. m., mientras deslizo mi pulgar por historias que se desvanecen en 24 horas. Cada historia de Instagram es un suspiro digital, un fragmento de vida que se evapora como el rocío al amanecer. Me pregunto si Homero habría sido un influencer, si sus epopeyas se habrían reducido a historias de 15 segundos, hashtags y filtros que hacen que los dioses del Olimpo parezcan más fotogénicos.

Tus estados de WhatsApp son odiseas modernas

"Visto a las 3:47 AM" - una nueva forma de tragedia griega. Los tres puntos suspensivos del chat se convierten en un coro griego moderno, palpitando con promesas de palabras que quizás nunca lleguen. Cada estado es un micro-poema, un grito existencial envuelto en una frase motivacional robada de Pinterest. "No estoy triste, solo pienso demasiado" podría ser el nuevo "Ser o no ser".

Las notificaciones caen como gotas de lluvia en un charco de ansiedad digital. Cada "me gusta" es un pequeño destello de dopamina, un aplauso efímero en el teatro infinito de la validación social. Somos todos actores en un drama perpetuo, transmitiendo nuestras tragedias personales en tiempo real, filtrándolas a través de Valencia o Clarendon para que el dolor sea más estético.




Por qué tus dramas de Instagram son básicamente telenovelas griegas

Me encuentro escribiendo y reescribiendo la misma historia en diferentes plataformas, como un bardo digital que no puede decidir qué versión de la verdad contar. En Twitter, soy aforismos y angustia condensada. En Instagram, soy momentos cuidadosamente curados de "felicidad auténtica". En LinkedIn, soy una versión profesional que nunca ha conocido el caos. Cada perfil es un personaje en busca de un autor, y cada publicación, un capítulo de una autobiografía fragmentada.

El feed se desplaza infinitamente, un pergamino digital que nunca toca fondo. Las historias se entrelazan como hilos en un tapiz infinito: amores que florecen en DMs, heartbreaks anunciados en estados crípticos, épicas de autodescubrimiento narradas a través de selfies y quotes inspiracionales.

TikTok: donde las historias míticas duran 60 segundos

El tiempo se comprime en la era del scroll infinito. Edipo resuelve su complejo en un reel de Instagram. Penélope teje y desteje su feed mientras espera que Ulises le devuelva el follow. Las sirenas son ahora influencers que cantan en lives de TikTok, y el caballo de Troya es un trend viral que todos recrean sin entender realmente su origen.

Me pregunto qué pensarían los antiguos narradores de nuestras historias modernas, estas pequeñas píldoras de narrativa que consumimos entre notificaciones y alertas. ¿Verían en nuestros hilos de tweets el mismo pulso narrativo que una vez latió en los versos épicos? ¿Reconocerían en nuestros memes los ecos de sus antiguos proverbios?

La pantalla parpadea con otra notificación, otra historia que demanda ser contada, vista, compartida. Somos todos narradores ahora, transmitiendo nuestras pequeñas verdades en un océano digital de voces. Cada hashtag es un nuevo capítulo, cada trending topic una nueva saga esperando ser desentrañada.

Y mientras la noche digital se profundiza, sigo scrolleando, buscando sentido en este caleidoscopio de narrativas fragmentadas, preguntándome si algún día, dentro de mil años, alguien mirará nuestros feeds como nosotros miramos los jeroglíficos: tratando de descifrar las historias que intentábamos contar cuando creíamos que 280 caracteres eran suficientes para contener un universo.

¿Continuamos? Porque el timeline nunca duerme, y hay infinitas historias esperando ser doble-tapeadas...


Capítulo 6:




El futuro de las historias (spóiler: seguirán siendo las mismas)


Me sumerjo en el metaverso, como quien se hunde en un sueño lúcido. Con los bordes de la realidad difuminándose como acuarelas bajo la lluvia, siento miedo. El visor de realidad virtual pesa sobre mis párpados como párrafos sin escribir, mientras las historias digitales danzan frente a mis ojos en una coreografía de píxeles y promesas. Pura dopamina.

Realidad virtual: mismo cuento, más mareos

Los mundos virtuales se despliegan como origami digital, cada pliegue revelando una nueva dimensión de la misma vieja historia. Aquí estoy, avatar entre avatares, buscando conexiones en un océano de unos y ceros. Las emociones se traducen en emojis tridimensionales, los corazones rotos son ahora hologramas que se fragmentan en el aire digital.

El mareo de la realidad virtual se mezcla con la náusea existencial: ¿somos más reales cuando pretendemos ser irreales? Los NPC me miran con ojos programados para simular comprensión, mientras me pregunto si el amor virtual duele menos que el análogo.

Spoiler: los píxeles también pueden hacer sangrar.

Inteligencia artificial: cuando las máquinas descubren que también repiten historias

Las IAs generan historias como fábricas de sueños automatizados, cada narrativa, un caleidoscopio de patrones reconocibles reorganizados en secuencias aparentemente infinitas. Me siento frente a mi computadora, dialogando con algoritmos que han devorado bibliotecas enteras solo para regurgitar versiones remezcladas de Shakespeare con sabor a código binario.

"Cuéntame algo que nunca haya escuchado", le pido a la máquina.

"Error 404: originalidad no encontrada", responde con honestidad brutal.

Las palabras generadas artificialmente caen como lluvia sintética sobre mi teclado, cada gota un eco de todas las historias jamás contadas.

El metaverso: donde todas las historias convergen (y nadie sabe por qué)

El espacio digital se expande como un universo en constante inflación, cada bit es una estrella en una constelación de narrativas interconectadas. Me encuentro vagando por calles virtuales donde cada esquina esconde un portal a otra historia, otro yo, otra versión de la misma verdad fundamental: seguimos buscando conexión en cada nuevo formato que inventamos.

Las historias del futuro brillan con neón y promesas de innovación, pero en su núcleo palpita el mismo corazón ancestral. Amor, pérdida, redención, traición —ahora con mejores gráficos y menor tiempo de carga. Los arquetipos usan trajes de datos, los mitos se actualizan en tiempo real, pero el hambre por significado sigue siendo tan cruda como cuando pintábamos bisontes en paredes de cavernas.

Me quito el visor y la realidad "real" parpadea como un sistema operativo reiniciándose. Las lágrimas son húmedas y analógicas contra mis mejillas mientras comprendo que cada nueva tecnología es solo otro intento de contar la historia de lo que significa ser humano.

En el futuro, nuestros cuentos tendrán resolución 16K y latencia cero, pero seguirán tratando sobre corazones adoloridos, almas que buscan, y ese espacio indefinible entre el yo y el nosotros donde todas las historias nacen.

Y mientras la noche digital se desvanece en un amanecer de código binario, me pregunto si tal vez la verdadera innovación no está en las historias que contamos, sino en cómo aprendemos a escucharlas de nuevo, cada vez, como si fuera la primera vez, en cada nuevo medio que inventamos para sentirnos menos solos en este universo cada vez más conectado y, paradójicamente, solitario.

¿Continuamos? Porque el futuro es solo otra forma de contar el pasado, y hay infinitas variaciones esperando ser descubiertas en el espacio entre los ceros y unos...


Epílogo:

¿Por qué no nos cansamos?


Me encuentro aquí, en este espacio liminal entre el sueño y la vigilia, preguntándome por qué seguimos contando los mismos cuentos una y otra vez, como niños que nunca se cansan de su canción de cuna favorita.

La adicción a las historias: el único vicio socialmente aceptable

Hay algo casi sagrado en este ritual de palabras repetidas, en esta danza de narrativas que conocemos de memoria, pero que aún nos hace contener el aliento en los momentos precisos. El aire nocturno vibra con ecos de todas las voces que han contado estas historias antes: abuelas junto a fogatas, bardos en tabernas antiguas, adolescentes compartiendo secretos bajo las sábanas iluminados por la luz azul de sus teléfonos.

Las palabras tienen sabor a café frío y a medianoche, a todas las lágrimas derramadas sobre páginas gastadas, a risas compartidas en cines oscuros. Cada historia es un hilo en el tapiz de nuestra conciencia colectiva, tejiendo un patrón que reconocemos incluso antes de entenderlo.

Por qué seguiremos contando lo mismo (y amándolo)

Los recuerdos se superponen como transparencias: yo, a los siete años, escuchando mi primer cuento de hadas; a los trece, escribiendo en cuadernos escolares; a los veinte, descubriendo que todas mis historias "originales" eran ecos de algo más antiguo. Cada versión de mí mismo busca el mismo consuelo en diferentes palabras, como si las historias fueran espejos que reflejan distintas verdades según quién se mire en ellos.

El tiempo se pliega sobre sí mismo como las páginas de un libro muy amado. En cada historia que contamos, somos simultáneamente el narrador y el público, el héroe y el villano, el principio y el final. Las palabras son puentes entre lo que somos y lo que podríamos ser, entre lo que tememos y lo que anhelamos.

Confesiones de un contador de historias: "Sí, lo copié de Shakespeare"

La confesión sale como un suspiro en la oscuridad: no hay historias nuevas, solo nuevas formas de recordar que siempre hemos estado contando la misma. Cada palabra que escribo es un préstamo de voces más antiguas que el tiempo, cada trama, un eco de miedos y esperanzas que han perseguido a la humanidad desde que aprendimos a hablar.

Y quizás esa sea la verdadera magia: que cada vez que contamos una historia, por familiar que sea, estamos participando en un acto de alquimia colectiva. Transformamos las mismas viejas palabras en nuevos significados, como si cada narración fuera una gota de agua que refleja un universo entero.

Las sombras se alargan mientras escribo estas últimas palabras, consciente de que son prestadas, robadas, heredadas. Pero en el acto de contarlas, las hago mías, como todos los que vinieron antes que yo las hicieron suyas, y todos los que vendrán después las reclamarán como propias.

Porque al final, no nos cansamos de las historias por la misma razón que no nos cansamos de respirar: son el aire que da vida a nuestra imaginación, el pulso que marca el ritmo de nuestra humanidad compartida.

Y así, en esta noche que son todas las noches, seguiré contando historias. Las mismas historias. Diferentes historias. Nuestras historias.

Porque cada vez que las contamos, nos contamos a nosotros mismos.


[FIN]



 


Cemento narrativo.


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